



La Iglesia de San Agustín en Madrid
Declarada BIC el 30 de abril de 2019
Imagen cabecera
Descripción
Valores que justifican la declaración del bien
Introducción histórica
Luis Moya Blanco (Madrid, 1904-1990) es una figura singular en el panorama de la arquitectura española del siglo XX. Su educación estuvo marcada por la influencia de su padre, ingeniero de caminos, su tío Juan, arquitecto y catedrático en la Escuela de Arquitectura de Madrid, y por su mentor Pedro Muguruza, catedrático de Proyectos en la misma Escuela, con el que colaboró durante una década.
Titulado en 1927, no mostró el mismo entusiasmo por la arquitectura de las vanguardias europeas que otros arquitectos de su generación, pero se interesó muy pronto por las nuevas técnicas y materiales, especializándose en el cálculo y la ejecución de estructuras de hormigón armado. En ese ámbito, es conocida su participación en la construcción del edificio Capitol al servicio de la empresa Macazaga. En una fase posterior de su carrera se volcó en el desarrollo de las bóvedas tabicadas de ladrillo, de influencia catalana, campo en el que dejó escritos de importancia. Sus primeros años como profesional los dedicó preferentemente al desarrollo de grandes propuestas arquitectónicas para concursos. Muy bien dotado para el dibujo y con un rigor y metodología de trabajo ejemplares, adquirió un conocimiento profundo de las arquitecturas históricas, lo que le permitió ganar por oposición en 1936 la cátedra de Composición I de la Escuela de Arquitectura de Madrid.
Por otra parte, a pesar de ser un arquitecto de formación tradicional, sus especulaciones teóricas de los años de la Guerra Civil le acercan a determinados planteamientos estéticos del arte italiano de la época, como la pintura metafísica, pudiendo ser considerado en ese sentido como uno de los precursores de la posmodernidad que desde Italia triunfó en arquitectura en la década de los setenta del siglo XX.
El cambio de orientación estética impuesto por el bando vencedor de la Guerra Civil hacia un tipo de arquitectura con raíces en estilos nacionales, definido en la Primera Asamblea Nacional de Arquitectos celebrada en abril de 1939, significó para Luis Moya la oportunidad de desarrollar su talento y sus inclinaciones naturales, siendo probablemente uno de los profesionales que mejor se desenvolvió en el enrarecido ambiente de los años de la autarquía, sin que ello significara establecer una clara vinculación o posicionamiento político frente al nuevo régimen.
Ingresó como arquitecto en la Dirección General de Arquitectura que dirigía Pedro Muguruza, formando parte de la Junta de Reconstrucción de Madrid a las órdenes de Pedro Bidagor. Ello le permitió abordar con regularidad proyectos de importancia. De formación católica y bien relacionado con algunas congregaciones religiosas, desarrolló durante varias décadas, en paralelo a los encargos oficiales, un buen número de proyectos que, como reflexión sobre la forma y significado del espacio religioso, constituyen uno de los conjuntos más interesantes de arquitectura creados en esos años al margen de las vanguardias.
Sus primeros proyectos de arquitectura religiosa datan de 1935. En 1942 proyectó en Madrid junto con Luis Martínez-Feduchi la iglesia parroquial de Santo Tomás de Aquino como parte del complejo del Museo de América, de planta de cruz latina, utilizando ya bóvedas tabicadas. Ese mismo año proyectó el Escolasticado de los Padres Marianistas en Carabanchel, donde incluyó un espacio litúrgico de planta central con cúpula rebajada, asimilable a una cruz griega.
En 1941 esbozó el primer proyecto para la iglesia parroquial de San Agustín en Madrid, que le ocuparía durante casi quince años. Se trataba de un templo de tipo basilical con torre exenta para una parcela todavía no adjudicada. En 1946 el Ayuntamiento y la Junta de Reconstrucción consiguieron unos terrenos situados en la calle Joaquín Costa, de forma rectangular no excesivamente alargada y con orientación norte-sur, lo que obligó a desechar el primer proyecto y propició de algún modo la solución espacial del definitivo. En efecto, Luis Moya redactó un nuevo proyecto basado en un espacio litúrgico unitario de planta elíptica, solución ya experimentada durante el período barroco en varias iglesias madrileñas, como hizo notar en sus escritos el propio arquitecto. La elipse tenía todas las ventajas de la planta central, pero proporcionaba una clara orientación espacial hacia el altar mayor. Por otra parte, la cubrición de un espacio unitario de grandes dimensiones permitía al arquitecto experimentar soluciones con bóvedas tabicadas de ladrillo, que venían siendo objeto de su atención. En este segundo proyecto, el espacio central elíptico se prolongaba en un presbiterio profundo y conectaba tangencialmente con cuatro capillas circulares dispuestas aprovechando el espacio disponible en la parcela, con función estética y a la vez estabilizadora de los empujes de la cúpula.
El proyecto resultante fue una de las obras maestras del arquitecto y de la arquitectura española de la época, que serviría de referencia a otros arquitectos y tendría consecuencias en proyectos de Luis Moya de años sucesivos. Llama poderosamente la atención que una obra tan ambiciosa y de tan marcada monumentalidad fuera, paradójicamente, una construcción proyectada bajo estrictos principios de economía sin ningún tipo de concesiones. El espacio litúrgico central se cubrió con bóveda de rasillas sobre un complejo de nervaduras de ladrillo visto que dibujaban una estrella de veinte puntas. Sobre la cúpula se situó una bella linterna elíptica de clara filiación miguelangelesca. La fachada se concibió como una gran hornacina de acogida flanqueada por dos torres-escalera y rematada por una compleja espadaña. Si la solución espacial elíptica con capillas radiales emparentaba con la tradición barroca representada en templos como el Monasterio de San Bernardo en Alcalá o la iglesia de San Antonio de los Alemanes en Madrid, la solución formal de nervios cruzados con óculo central remitía a la arquitectura islámica y a las obras de Guarino Guarini, mientras que en otros elementos la influencia más patente era la de Francesco Borromini.
Una de las características de este proyecto fue su desarrollo y sistematización a partir de un módulo o retícula de 2,40 m, tanto en planta como en alzado. Los materiales y sistemas constructivos elegidos para la obra muestran el perfecto conocimiento de las técnicas de construcción tradicionales y la racionalidad que inspiró todo el proceso proyectual. En una situación de carencia casi absoluta de acero en el país, Moya consiguió reducir su utilización en este proyecto a los zunchos de atado de las cúpulas y a los forjados planos de hormigón, resolviendo todo lo demás con hormigón en masa, ladrillo, cal y cemento.
Aunque la construcción comenzó ese mismo año de 1946, las obras se paralizaron por falta de recursos en 1947, lo que proporcionó al arquitecto el tiempo preciso para realizar una serie de transformaciones en el proyecto, que afectaron sobre todo a la fachada, pero también al diseño de los muros, articulando y jerarquizando cada parte para conseguir más claridad y coherencia. En 1949 se reanudaron las obras, completándose el cuerpo principal en 1950. El proceso de maduración y mejora del proyecto ha quedado documentado en un admirable conjunto de planos y dibujos con las diferentes alternativas estudiadas, hasta llegar a la solución casi definitiva fechada en 1951. Aun así, la espadaña no encontró su forma final hasta el año 1955.
La decoración del interior y de la fachada-hornacina se encomendó a varios artistas del momento, los escultores Enrique Pérez Comendador y José Espinós Alonso y los pintores Santiago Padrós Elías y Juan Esplandiú Peña, que hicieron un trabajo impecable desde el punto de vista iconográfico.
La iglesia de San Agustín tuvo consecuencias directas en otros proyectos de Luis Moya, como la capilla de la Universidad Laboral de Gijón (1946-56), el proyecto de Catedral para El Salvador (1953) o la Iglesia de la Virgen Grande de Torrelavega (1956-62).
El edificio causó en su día admiración, como materialización de una idea de arquitectura ideal y puesta al día del lenguaje arquitectónico clásico. Aunque la arquitectura de Luis Moya sufrió durante las décadas siguientes los cambios de apreciación derivados de la adopción de otros planteamientos arquitectónicos más acordes con el espíritu de modernidad, especialmente a partir del Concilio Vaticano II, el interés creciente que hoy suscita es el reconocimiento a una de las personalidades más ricas y complejas de su tiempo sin la cual sería imposible entender la arquitectura española de mediados del siglo XX.
La iglesia parroquial de San Agustín es una construcción exenta compuesta por un templo de planta elíptica desarrollado en dos niveles y un centro parroquial desarrollado en cuatro niveles adosado por su parte posterior, que forma parte inseparable del mismo. Se adapta en su configuración general a la forma rectangular de la parcela primitiva, ofreciendo fachada a las tres calles perimetrales y retranqueándose de la medianería, donde se sitúa un acceso peatonal.
Estructuralmente se concibe como un doble anillo elíptico concéntrico, con muros de contención dispuestos radialmente entre ambos delimitando capillas, cortavientos o alojando las escaleras. El doble anillo está intersectado por cuatro capillas mayores de planta circular, dispuestas diagonalmente y por el presbiterio que prolonga el eje mayor de la elipse. La cúpula apoya en el tambor que prolonga el anillo interior.
La planta semisótano está ocupada por salones parroquiales de configuración libre, de claras influencias borrominescas, cubiertos por bóvedas tabicadas de ladrillo. Cuenta también con despachos, almacenes y locales de instalaciones. Incorpora un complejo de escaleras para evacuación directa hacia la calle de Felipe Pérez y González. La parte posterior, situada a nivel de planta baja, es un cuerpo de triple crujía donde se sitúa el acceso a los despachos parroquiales y viviendas.
La planta principal está elevada respecto a la calle de Joaquín Costa, presentando una potente plataforma con tres escalinatas de acceso. El pasillo lateral situado en la medianería este, que conecta las calles Joaquín Costa y Fuente del Duero proporciona el espacio para acceder al interior del templo por dos puertas secundarias reduciendo las barreras arquitectónicas. Tras la fachada hornacina se sitúa un vestíbulo con carácter de cortavientos, revestido de azulejo.
El espacio litúrgico, dominado por la gran bóveda tabicada de 24 x 19,20 m, está articulado horizontal y verticalmente. La bóveda tabicada de rasillas está sustentada por un sistema de nervaduras de ladrillo que definen una estrella de veinte puntas, entre cuyos apoyos se sitúan otras tantas ventanas con forma de arco rebajado, a las que se confía la iluminación general del templo. Por debajo de su nivel, y dentro de lo que sería el tambor de la cúpula, se sitúan huecos verticales con vidrieras, de carácter decorativo antes que funcional y un friso con pinturas murales que representan escenas de la vida de San Agustín. Continuando hacia abajo, y con acceso desde el deambulatorio anular que rodea el espacio central, aparece una galería con huecos que reproducen la forma de las ventanas superiores y tribuna corrida en voladizo, solo interrumpida por el presbiterio.
El cuerpo inferior de los muros por debajo de la tribuna y galería está articulado verticalmente mediante pilastras de ladrillo que separan los distintos espacios, capillas y escaleras asociados al principal.
El presbiterio en su estado actual no se corresponde con el proyectado por Luis Moya, ya que se han modificado los niveles y la traza de las escalinatas, así como la posición del altar, habiendo desaparecido el primitivo baldaquino. Presenta dos espacios separados por columnas a modo de iconostasis, con cubiertas cupuliformes y paramentos forrados de mosaicos.
Al espacio litúrgico principal se abren las cuatro capillas circulares cubiertas por sencillas cúpulas, dedicadas a Sacristía, Baptisterio y exposición del Santísimo Sacramento, mientras que la cuarta se encuentra bajo la advocación de Santa Filomena. La planta principal se completa en su zona posterior con despachos y viviendas.
La fachada principal, en su configuración actual, es una simplificación del último proyecto dibujado en 1955, suprimiendo los órdenes de columnas superpuestas que lo decoraban. Se trata de una fachada espadaña con un cuerpo inferior dominado por una gran hornacina, flanqueada por dos pequeñas torres con remates cilíndricos y huecos en celosía, que alojan escaleras. Dos capillas laterales de menor altura, cuya envolvente es octogonal, completan el cuerpo inferior. El cuerpo superior, con carácter de espadaña aunque no incorpora campanas, está dominado por un edículo central con la imagen de la Virgen, flanqueado por las figuras de dos ángeles. Bajo ellos, se abren tres arcos que dibujan un plano cóncavo.
Las fachadas están construidas con fábrica de ladrillo visto tomado con mortero mixto de cal y cemento. Los huecos de ventanas están provistos de recercados de piedra artificial, en unos casos, y protegidos por celosías del mismo material en otros. Presentan elaboradas articulaciones verticales con pilastras de ladrillo que reflejan el orden interior y líneas de imposta de piedra artificial que aligeran y alegran la composición. La cubierta del elipsoide central se realiza con una superficie cónica de pizarra.
La linterna, de planta elíptica, rematada con una esbelta pirámide y bolas sobre las delgadas pilastras que la conforman, se sitúa en la mejor tradición clásica que arranca del renacimiento. El edificio transmite una sensación unitaria y coherente, de obra perfecta y acabada. Su aspecto exterior es armonioso, combinando ladrillo, piedra artificial blanca y pizarra, sobre un basamento y escalinatas de granito. Es en ese aspecto una obra modélica y singular, debiendo ser considerada uno de los mejores frutos de la arquitectura de su época.
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